En países como Honduras, Guatemala u otros que se encuentran anclados en la zaga de la historia, a las y los indígenas se los denomina todavía como etnias o tribus. Esto, cuando las instituciones y la sociedad mestiza se encuentran de buen humor. Cuando no, pues, de vagos, sucios, ignorantes no los bajan. Aunque se visten, comen y estudian gracias al arduo trabajo invisibilizado de las y los vagos. O cosechan dólares y euros de la cooperación internacional o del turismo vendiendo los aún insondables conocimientos y aportes culturales de los ignorantes.
Los conceptos de etnia, tribu, clan, etc., acuñados por la socioantropología dominante occidental con la finalidad de afianzar la superioridad del blanco y el supuesto atraso de los indios, son altamente racistas porque asumen a las y los indígenas como piezas de museo o costales de huesos de antaño. El Convenio 169° de la Organización Internacional del Trabajo (1987) contiene aún este enfoque.
Producto de la resistencia indígena ante la colonización, las repúblicas y la neocolonización, las Naciones Unidas, en la década de los 90 del pasado siglo, consensuó el concepto de pueblo (comunidades con historias vivas) para referirse a las y los indígenas (originarios) en el mundo. Y la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007) contiene esta orientación ideológica, y afianza el derecho a la autodeterminación de indígenas como pueblos. Éste es el sentido genuino de la celebración del Día Internacional de Pueblos Indígenas.
Para ser pueblo indígena no es suficiente con compartir historia, idioma, espiritualidad, cultura y consanguinidad común. Ante todo, es necesario cohabitar en territorios ocupados por los ancestros desde antes de la colonia. Es decir, la condición básica para ser pueblo indígena es su sentido de pertenencia histórica a la tierra y territorio (modo de interactuar con la comunidad cósmica). Se es pueblo indígena, no sólo porque se comparte una tradición, sino porque se cohabita e interactúa en y con un territorio ancestral. De este sentido de pertenencia ancestral a la Tierra nacen las identidades indígenas. Por tanto, no cualquier comunidad cultural u organización campesina puede ser asumida como pueblo indígena.
La autoafirmación de indígenas como pueblo trastoca todos los enfoques históricos que abordaron de forma inconclusa la problemática del indio. En la colonia, desde un enfoque de la antropología creacionista, se debatió la condición humana del indígena. Teóricamente se asumió que las y los indígenas somos humanos (con derecho al Bautismo), pero el sistema colonial cristiano nos aniquiló como a no humanos. En la etapa republicana, desde un enfoque económico, se debatió que el régimen de la distribución y propiedad de la tierra era el meollo del problema del indio, pero los republicanos (liberales y conservadores) afianzaron el régimen del gamonalismo y la servidumbre indígena como combustible para mover los engranajes del sistema republicano. El mayor esfuerzo que hizo la República para con el indio (al no poder aniquilarlo) fue asimilarlo mediante los procesos de mestizaje, pero incluso en esto se aplazó.
Y así llegamos al siglo XXI, y la acelerada emergencia de diferentes sujetos colectivos indígenas que diluyen los moldes teóricos occidentales de comprensión y explicación de la realidad indígena. La cuestión indígena, hoy asumida ya no como un factor étnico, sino como una categoría sociopolítica, sacude incluso el sustento teórico del Estado nación y su democracia representativa. Los actuales procesos impulsados por los pueblos indígenas en Los Andes es una evidencia de ello.
El problema del indio no es sólo problema de tenencia de tierra, de educación o de asistencia humanitaria. El problema indígena es, ante todo, el racismo institucionalizado (edulcorado de paternalismo romántico) que trata a las y los indígenas como no sujetos o “ciudadanos” menores de edad en un Estado nación monocultural (ladinocéntrico). Además, nuestro problema está en que las y los indígenas hemos asumido la condición de indio (sumiso, conformista, miedoso, etc.), que el sistema nos ha configurado en el alma, como una realidad natural, y como el único modo de sobrevivencia. Si no levantamos la cabeza, no podremos ni ver, ni soñar con promisorios horizontes que nos depara nuestra emancipación pendiente.
Para romper este lesivo modo de vida, las y los indígenas debemos asumir nuestro derecho a la autodeterminación ya no como una opción, sino como una obligación existencial. No estamos condenados a sobrevivir eternamente como clandestinos sobre nuestra Madre Tierra. No estamos condenados a servir de combustible al Estado nación que jamás existió para nosotros. No fuimos hechos necesariamente para ser cristianos despojados. Nuestro Sur no es el ser mestizos. Devolvamos las tarjetas de identidad a los estados excluyentes y las biblias a las iglesias, y exijamos a que nos devuelvan nuestras tierras y territorios para concertar estados plurinacionales y sociedades interculturales.
Ollantay Itzamná
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